Henri Cartier-Bresson, "Alberto Giacometti" |
Cartier-Bresson no era frívolo, no tenía ese sentido del humor. Otro sí, ese no.
Budista sin saberlo, zahorí de la armonía. Tú ves la escena insólita, él resolvía operaciones algebraicas en plena calle y las inmortalizaba con su Leica... sombras, tangentes, diagonales, planos cartesianos... Era el hombre de la mirada de oro, de la mirada aurea.
Cartier-Bresson era pintor. Entre medias, hizo miles de fotografías, luego colgó su cámara y siguió pintando. Consideró la fotografía como una manera inmediata de pintar. Pintar el instante, pintar con el instinto.
Decía, con razón, que la fotografía es una acción inmediata y el dibujo, una reflexión. Por esos sus fotos, aparentemente tan insólitas y azarosas, eran fruto de su manera de estar en el mundo, de la medida perfecta, y de la espera. Saber esperar a que se produjera el instante decisivo. Como un camaleón que aguarda, pacientemente, al insecto que posa, distraído, justo delante de su lengua.
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